Crítica. PHÈDRE. RACINE POR PATRICE CHEREAU.(Crítica teatral)


por Alda Lozano USC. 2009.Tras siete años de silencio teatral dedicados al cine y a la ópera, Patrice Cheréau vuelve al teatro en 2003 con este montaje de Phèdre de Jean Racine.
Cheréau en sus declaraciones comenta que necesitaba hacer algo que nunca hubiese hecho en teatro, que buscaba un desafío. Por ello se atrevió romper la promesa que se hizo de joven, de no trabajar jamás un texto clásico francés en alejandrinos, y se propuso hacer oír a Racine, siguiendo la vía abierta con las obras de Bernard-Marie Koltès.
Phèdre de Racine, es una versión teatral del mito de Teseo y Fedra en cinco actos, y la puesta de escena de Patrice Cheréau, fiel al texto de la obra, presenta la historia siguiente en sus treinta escenas:
La protagonista (Dominique Blanc), raptada primero y transformada luego en reina de Atenas y esposa de Thésée, héroe de héroes, confiesa a su nodriza Œnone (Christiane Cohendy) la pasión que experimenta por Hippolyte, su hijastro, durante la ausencia de su marido, en paradero desconocido. Este amor la avergüenza hasta el punto de ver el suicidio como única solución. Por su parte, Hippolyte (Eric Ruf), se disponía a marchar en busca de su padre, pretendiendo así evitar sus sentimientos por la princesa Aricie, joven perteneciente a un clan enemigo y repudiada por el despiadado Thésée, cuando Panope (Nathalie Bécue) anuncia la muerte de éste en una lejana campaña. Conocida la noticia, Aricie (Marina Hands) es liberada por Hippolyte , el cual le ofrece el Ática como dominio y le abre su corazón. Phèdre, empujada por Œnone, confesará su secreto al hijo del rey, el cual, al saberlo, la rechaza y repudia. Mientras tanto, Atenas, incierta en la elección del sucesor, se decide por el hijo de Fedra como el heredero frente a Hippolyte y frente a Aricie.
Phèdre envía a Œnone ante su hijastro para que le suplique que quede junto a ella y a su hijo en el gobierno. Pero Œnone regresa y en cambio le anuncia a la reina el inesperado regreso de Thésée (Pascal Greggory), a quien se daba por muerto. Phèdre, tras saber la noticia, se considerará un monstruo por haber dado voz a su pasión y está reconcomida por la culpa, por lo que quiere de nuevo acabar con su existencia.
Œnone, con la intención de salvar la vida de la delirante Phèdre, convence a ésta para adelantarse a Hippolyte y marcha a contarle al rey, recién llegado, que su hijo ha querido seducir a la reina. Thésée destierra a su hijo inocente e invoca al propio Neptuno para que lo destruya, e Hippolyte, por nobleza, no acusará a su madrastra. Phèdre, arrepentida, se dispone a pedir clemencia por Hippolyte cuando Thésée le relata que éste ha alegado en su defensa sentir amor por la joven Aricie, entonces Phèdre, celosa, calla y le condena. Hippolyte, antes de marchar, se reúne con Aricie y acuerdan que ella se fugará para reunirse con él fuera de la ciudad. Thésée, que ha hablado con Aricie, comienza a dudar acerca de la culpabilidad de su hijo cuando el fiel ayo Théramène (Michel Duchaussoy) trae la noticia de la muerte de éste a causa de la monstruosa divinidad marina a la que Thésée invocó. Phèdre destierra a la imprudente Œnone, que morirá ahogada, e ingiere una dosis de veneno mortal antes de confesar sus actos. Muerta la reina, Thésée decide adoptar a Aricie en compensación por su terrible error...
El Teatro del Odeón de París, cerrado por obras, estrena por primera vez, con este montaje, el escenario construido en el interior de un edificio neoclásico, diseñado por Garnier, que ha sido recuperado y reconocido como monumento nacional. Este edificio, situado a las afueras de la ciudad, funcionó en su día como antiguo almacén de la Ópera parisiense.
Lo que primeramente destacaría en la puesta de escena de Patrice Chorea es el uso que hace el director de la doble articulación del espacio teatral, la relación de intercambio que juega el director mediante una peculiar presencia de los actores y los espectadores.
Richard Peduzzi, el escenógrafo de Cheréau, recrea Trécene, la ciudad del Peloponeso, en un espacio dramático sobre un pasillo de hormigón azulado, que apenas tiene seis pasos de ancho y que queda delimitado por dos filas de asientos en escaleras ascendentes, a modo de dos frentes de gradas enfrentadas en las que se acomoda el público. Se trata de un espacio en el cual la sala se desdobla y ocupa dos lados simétricamente opuestos, sin cerrar el escenario por ninguno de los extremos.
Al fondo del pasillo, una puerta de entrada al interior de palacio, una estructura de inspiración greco-latina que se abre en sus muros de arcilla y arena por una rampa que recuerda a un puente levadizo de entrada a una fortaleza, con un águila en la cumbre del tímpano, como símbolo de poder. El edificio está desprovisto de mármoles, de materiales lujosos, parece una ruina, lo cual remite a una época mítica. Nos encontramos en la entrada exterior, al aire libre. El espacio representado, es decir, el espacio presente es una calle y se prolonga con el interior de palacio y con las otras calles de la ciudad como espacios latentes, tan extensos como se quiera. En la otra salida del corredor, tan sólo al final de la obra se descubrirá otra salida, a una puerta de garaje actual. El espacio, junto a otros elementos como ya veremos más adelante, representa un aspecto que Cheréau hace esencial en la estética de la obra: la contraposición a un lado de los valores antiguos y míticos y al otro de los valores modernos.
El espacio escénico es un espacio permanente, y reducido, poco convencional, que no se aleja, por otro lado, del existente en la Francia del propio Racine, donde había costumbre de alojar a los espectadores especiales, en varias hileras de bancos, dentro del mismo escenario. Entonces, este hábito de invadir el tablado por parte del público, supuso la imposibilidad de cambiar los decorados y limitó el movimiento de los actores, y aquí, con Cheréau, sobre el espacio tampoco se van a producir demasiadas transformaciones, ni realizarán los personajes grandes desplazamientos. El mobiliario del eterno palacio de circunstancias de la escena desde 1650 consistía en uno o dos asientos y algún taburete. En la puesta de escena de Cheréau, éste queda resuelto por Richard Peduzzi, con un grupo de cinco sillas vacías diferentes entre sí y dos bancos, que frente al palacio, situados en fila entre las dos gradas, que, a su vez, completan el lateral y cierran el terreno de juego en una primera parte, hasta que son desplazados en el desenlace.
El espacio decorado único, sólo levemente modificado con las sillas, sugiere inmovilismo, abulia, soledad, enclaustramiento...el tiempo pasa, pero es inútil, no cambia nada sustancial, la condena permanece y el espacio hace más desesperada la situación de los castigados. Éste es un espacio ominoso, siniestro y extraño, que se forma desde el propio espectador que forma parte de su arquitectura, no existe la cuarta pared, hay dos focos de miradas opuestas que coinciden a modo de espejo; el espectador contempla la escena y se contempla a sí mismo como parte de una fuerza que sustenta la jaula en la que cada uno de los personajes vive su condena.
Phèdre comienza su primer Acto con una impetuosa llegada a escena, la de Eric Ruf, actor que encarnará a Hippolyte, el hijo de Thésée. El actor realiza su entrada desde la misma puerta de acceso a la sala que usa el espectador, y ésta está dispuesta entre los propio asientos, por lo que se crea confunde a un público que apenas todavía se ha acomodado: ¿empieza ya el espectáculo o es uno de nosotros?...al actor no le precede una música o un cambio de luz relevante. El espectador acaba de encontrar su asiento en la más absoluta penumbra de un espacio que le resulta, además, muy poco habitual. Seguro que le será imposible distinguir el comienzo de la ficción, porque desde que abre la puerta ya entra en un espacio de juego y se hace partícipe de la atmósfera del espectáculo. ¿Dónde empieza y dónde termina el espacio de actuación?...esta frontera se deshace desde el momento en el que Hippolyte se sienta en la primera escena del primer acto entre el público para poco a poco pasar a olvidarnos de su existencia.
El espacio de Phèdre se escribe según la presencia de Thésée, ausente más de medio año; en función de este punto de vista privilegiado de Thésée, los demás personajes se expresan y actúan en él. Es un espacio oscuro, en el que no llega la luz, pero no parece nocturno sino tenebroso, destartalado, vacío y abandonado como sus protagonistas. Phèdre confiesa sus sentimientos a su nodriza desde el umbral de la puerta del palacio, en un lugar liminal como el que elige un espíritu entre dos mundos, entre su jaula, a modo de madriguera en la tierra, el palacio al que se debe a Thésée y el exterior, en el que existe todo lo demás.
Los personajes a destacar se recortan con cañones de luz que siguen cenitalmente todos sus movimientos. La luz cumple dos funciones, por un lado permite el aislamiento del actor en relación con su entorno, siendo signo de la importancia, momentánea en la escena (ejm: Théramène) o absoluta en la totalidad de la obra (ejm: Phèdre), del personaje iluminado, y por otro, polariza la parte del escenario del lugar inmediato de la acción, quedando el resto a oscuras, borrando los límites de aquel y creando la ilusión de un recorte dentro de un espacio abierto e infinito. El decorado desértico y aparentemente ilimitado por la luz hace palpable la exasperación de los protagonistas víctimas de sus pasiones.
Además durante un intervalo de la representación, tras la confesión de Phèdre, se podría hablar de una tercera función de la luz como personaje, cuando Phèdre persigue al cerco de luz y lo ronda, no como si del doble de su objeto del deseo se tratase, es decir, de Hippolyte, sino como si esa luz simbolizara la muerte a la que se quiere entregar.
El crear un escenario en la oscuridad remite a un tiempo remoto, fruto de una leyenda o un sueño, a la oscuridad propia del mito. Se trata de una reelaboración de un mito de la Antigüedad, y tanto en el texto de Racine, como en la actualización del espacio que presenta el director, se demuestra la actualidad de temas y problemas del pasado, se afirma la vigencia perenne de ciertas actitudes humanas.
La sombra de Ismène, en su primera aparición presenciando la noticia de la muerte de Teseo, permite, en cierto modo, anticipar lo siniestro e indica que “el equipo” de Aricie se sitúa en otro plano que es clandestino a palacio.
En la elección del vestuario, se mezclan de nuevo las épocas; las prendas contemporáneas se usan desordenadas (por ejemplo: una chaqueta sin camisa) y recuerdan los orígenes clásicos, enlazando, así, con la historia mitológica narrada. Hippolyte y Théramène visten con chaquetas a modo de largas gabardinas que combinadas con prendas poco adecuadas en el interior evocan las túnicas griegas, Phèdre viste un vestido negro largo que le dignifica como reina con su brillante americana, como si llevas un manto de elaborada seda a los hombros, y lo combina con doradas joyas que parecen haber sido elaboradas artesanalmente...
En la oscuridad destaca mucho el color de los protagonistas. Según el diseño de vestuario de Moidele Bickel cada personaje encarna una tonalidad en una trilogía predominante de colores; Phèdre, viste de negro en su interior y se envuelve en azul marino brillante, en su aparición inicial, pero luego viste de negro hasta su muerte; Panope, viste de anaranjado naciente; Théramène y Œnone, visten en tonos azules, apagados en la nodriza; Hippolyte primero viste en tonos cremas para pasar al negro de su madrastra tras conocer la muerte de su progenitor; Aricie siempre de azul, guarda un inocente azul más claro en su interior; Thésée viste el rojo brillante de un rey, el rojo de la ira de la que se ve preso pero sobre todo el rojo de la sangre de la que será responsable; la confidente de Aricie, Ismène (Agnès Sourdillon), plantea la discordia con su ocre dorado bajo su chaqueta gris y el niño (el hijo de Phèdre que Cheréau decide incorporar al elenco de personajes y presencia el acto de confesión de su madre durante la escena V del Acto II) viste de blanco para destacar, con su presencia en la escena de la que es testigo, la pureza frente al crimen... Se trata del color en vestuario como signo no convencional (excepto en casos como el rey o la niña) pero no arbitrario, puesto que una motivación ha dictado la elección. Ejm: Phèdre se presenta en la obra envuelta en una manta crema, el color de Hippolyte, y al final su cuerpo sin vida se cubre con una manta oscura, como el color de las ropas de la desaparecida Œnone. Los colores oscuros remiten a un destino de muerte (Phèdre, Hippolyte y Œnone) mientras que los azules, más brillantes y las tonalidades claras se relacionan con el deseo y con la esperanza (Aricie, sin lugar a dudas y Phèdre tan sólo en el inicio).
Por otro lado, es importante destacar el uso de prendas que permitan en determinados personajes que el actor o la actriz muestre parte de su piel al desnudo, aspecto que no me parece gratuito, en absoluto, en una obra que habla de la represión y la culpabilidad del deseo, y de vivir el deseo como una vergüenza. Hippolyte , el objeto del deseo, muestra todo su pecho, Phèdre, en el momento que confía su secreto a Œnone se deshace de su chaqueta y muestra sus hombros y sus brazos, resaltando la blancura de su desnudez frente al negro corte del vestido en el pecho, y en su confesión a Hippolyte muestra su pecho desnudo cubierto tan solo por una chaqueta. Esta idea de l´aveu por medio del desnudo, enlaza con la concepción de un cuerpo y un espíritu único como modalidades de una única fuerza, donde pensamiento y cuerpo no pueden separarse.
El espectador dirige su atención a la parte desnuda del actor y el vouyeur no queda inmune, éste puede ser un recurso fácil y gratuito, muy común en el teatro contemporáneo, pero en esta propuesta se justifica en la línea fundamental de la obra que encarna la contradicción del deseo.
El signo mímico de la puesta en escena de Cheréau parece aspirar a encontrar un equilibrio entre el valor semántico, el valor estético y el valor afectivo.
La actitud y el gesto expresa el estado emocional del personaje en claves alejadas del naturalismo, y aunque en general el uso de signos artificiales y naturales está más o menos equilibrado, a veces los actores se pierden en espavientos y gestos convencionales que emocionan la primera vez y aburren ya la tercera. Las emociones se hacen efectivas por la retórica del cuerpo y de los gestos de los actores que codifican la expresión emocional. Los sentimientos y pensamientos de los actores se translucen con facilidad en sus rostros. La mímica de los rostros, sobre todo, aporta información redundante, que ya ha sido transmitida por la palabra en los momentos de tensión. Phèdre cuando confiesa a su nodriza se tapa la cara antes de pronunciarse, y se cubre los ojos cuando pronuncia el nombre prohibido, en una secuencia que Œnone va a repetir al conocer el secreto, ilustrando el horror de nombrar el crimen del que no se puede hablar desfragmentando las partes, mutilando los sentidos, la boca no debe hablar y los ojos no deben ver.
Los personajes que van a morir, especialmente Phèdre, tienden a hundirse en el suelo como si la energía les llevase a la entrar en la tierra
Destacan las actrices; la gestualidad resulta extraordinariamente expresiva y bella en la actuación de Dominique Blanc cuando transmite excitación y agitación; la mirada de la actriz Marina Hands (Aricie ), perdida y acuosa, se aleja en el vacío y se confunde en el horizonte cuando la figura abre su corazón a su compañera, y en cambio por momentos tiene la capacidad transformase en una mirada valiente y directa, que conmueve hondamente al espectador cuando se clava rabiosa de pura frustración...
Los cuerpos de los personajes principales, a pesar de que mantienen la presencia y la fuerza durante todo el espectáculo, están demasiado tiempo tensos, afectados, pierden su fuerza a lo largo de dos horas de función en las que no varían. Las lamentadas y agotadas suplicantes al suelo y los confidentes, por contraste hieráticos, inmóviles, hasta que rompen en abrazos cada vez menos reconfortantes.
Los personajes combinan los desplazamientos nerviosos e intermitentes con los momentos de escucha, se juega con los polos del impulso y el freno, tanto en los movimientos de los actores como en los desplazamientos por el escenario, hay una constante en la realización de los gestos que consiste en detener y contener, intensificando y alargando en el tiempo la emotividad. Si la quietud e impasibilidad del rostro expresa en los confidentes resignación, la rigidez de Pascal Greggory (Thésée) muestra frialdad y amenaza. Agnès Sourdillon (Ismène), en cambio, con su quietud adopta una actitud corporal tan firme y automatizada que le aporta a su personaje un halo de misterio poco clarificador respecto a su misión en la obra pero interesante e inquietante.
Destacan las pequeñas estructuras coreográficas, a modo de baile, como la que se produce durante la declaración de amor de Phèdre, entre la reina y el hijastro, en la que ambas figuras unidas por la espalda, potenciadas por una vestimenta casi idéntica, funcionan como un sólo cuerpo bicéfalo, como la que se produce a la entrada inicial de Ismène que entra corriendo de la calle a la entrada y separa a Phèdre y a su nodriza, que salen (desplazamiento por movimiento de ruptura) de escena simultáneamente por ambos lados del palacio, o como la que se produce ante la espera de Thésée, con todos los actores rodeando a Phèdre, moviendo los asientos de lugar, hasta que aparece Thésée y quedan padre hijo y madrastra en triángulo mientras el resto se arrodilla ante su señor(desplazamiento causal de tipo vector-conector)...
Durante la representación se producen también gestos a modo de metáforas, como por ejemplo “dar la mano” a la pureza desde el crimen ( Phèdre al niño), salvar de la muerte (la nodriza arrastrando a su reina hacia sí y ésta alejándose)...
El actor a veces resulta demasiado artificial en sus acciones físicas con los objetos, pensemos por ejemplo en Michel Duchaussoy representando a Théramène, en cómo aparece al comenzar la obra con la espada de guerrero ateniense y la sujeta como si llevase un rollo de papel, sin peso, como quien sostiene la maleta en un escenario y evidencia que está vacía cuando debe parecernos llena. Además, a causa de esa despreocupación que muestra el actor por el objeto en cuestión, el espectador mira la espada y pierde el respeto por ella, el elemento pierde todo su valor como símbolo primordial y constante en la obra. Nada que ver con Théramène, la forma en la que Œnone, por ejemplo, trata sutilmente las joyas de Phèdre con sus manos y las integra en su discurso, porque un objeto va tener valor para el público sólo si el actor o la actriz, en este caso Christiane Cohendy, lo ha conferido.
No se trata de pensar en la espada y saber que Hippolyte la pide a su ayo, se trata de que Hippolyte valore esa espada porque se trata de su billete a otro mundo en el que le espera la gloria y las hazañas de un héroe, del héroe que su padre no le ha permitido ser (aunque finalmente su destino no vaya a ser ese viaje), si la recibe como quien pide las llaves del coche no le daremos su sentido en la acción dramática de la escena, y siendo claro que el director ha querido destacar del texto el uso de esa espada, no se puede tirar el recurso por la borda frivolizando.
La espada en la obra es un accesorio que alcanza un valor semiológico de alto grado; se trata de un signo de primer grado de una espada de guerrero mítico, un arma de la época clásica; es signo de segundo grado de una idea abstracta de aspiración de justicia que se contrapone a una idea de aspiración de la muerte, que es, a su vez, el signo del estado anímico de los héroes de la obra.
La espada propuesta por Cheréau, se convierte en el signo de la idea principal de la obra que pasará de mano en mano (del ayo al príncipe, del príncipe a su madrastra, de su madrastra al padre, del padre al príncipe...). Phèdre espera, culpable, desnudando su pecho y su delito, el acero de manos de su hijastro deseado y la espada alzada por Thésée, amenaza la vida de Hippolyte a quien debe ajusticiar por unos actos no cometidos. Finalmente la espada la recibe el cadáver ensangrentado como símbolo de su nobleza, y la tragedia deviene precisamente en que no hay justicia sino muerte.
Cheréau eligió como texto de trabajo un manuscrito original de 1677 desprovisto de puntuación, añadida el siglo siguiente, precisamente para que los actores de su Phèdre rompiesen con la falsa musicalidad del verso alejandrino y el espectador pudiese entender mejor el sentido del texto, con una entonación más cercana y natural.
La voz y las palabras de los actores adquieren gran importancia en este texto; Racine escribió Phèdre para un comediante que declamaba, que prácticamente no actuaba. El texto de la tragedia se bastaba a sí mismo y el resto de recursos teatrales le eran superfluos. El autor pensaba en un espectáculo privado de grandes o diferentes elementos plásticos y visuales, construía bellos poemas dialogados de gran dramatismo y los disponía teatralmente adaptándose fácilmente a las reglas imperantes con el menor material posible y una acción constreñida.
Los silencios son elocuentes y Cheréau los utiliza con destreza, sugiriendo valores temáticos adicionales como sorpresa, temor, odio...
Los efectos sonoros son incluidos durante algunas pausas claves del parlamento. Los insertados en la primera escena del primer acto durante la confesión de Hippolyte a Théramène, recuerdan al sonido de un barco, sostenido y envolvente, desprovisto de una fuente natural de emisión en la ficción y sin reproducir miméticamente un sonido del contexto, y sirven así, a un carácter estético y afectivo. Este sonido se repite durante la espera y durante el recibimiento de Thésée, por lo que se podría relacionar con el concepto de barco como “el viaje”.
Estos efectos subrayan y amplían la tensión escénica y el suspense, especialmente cuando se manejan datos y nombres claves en el desarrollo de la tragedia, y sirven para emitir pistas al espectador de las diferentes premisas de lo que se avecina. La música se introduce en apenas en dos ocasiones, en presencia de Thésée es una ,melodía oscura y épica, relacionada con la ira del mítico rey, mientras que en el desenlace, una flauta tribal corona al héroe en su tumba.
En el espectáculo, las escenas se introducen unas en otras, o bien anticipando en el escenario la presencia del actor o de los actores que van a protagonizar la escena siguiente, o bien retardando la salida de la escena de los actores que finalizaron su secuencia. Así se suceden los actos, sin pausa ni modificación estructural respecto a la linealidad del clásico. La estructuración de la puesta en escena es coherente y consecutiva. Un acontecimiento sigue al otro en una concatenación causal y temporal sin descanso.
En la obra faltan recursos para ofrecer descanso al público, es un espectáculo muy largo y tenso desde la primera entrada hasta la última, es cierto que el tono de los personajes es coherente con la tremenda tragedia que les toca vivir, pero alguno de ellos podría introducir un contrapunto, al menos en las interacciones positivas o en las más neutras, para respirar algo que si no alegre al menos se enfoque con normalidad, además la mayoría están anticipados con el drama y no cambian su actitud en la evolución de la obra, restando así poder a las grandes momentos críticos que deben de explotar como un volcán.
No se trata de vulgarizar las grandes palabras, pero si hay parlamentos que permiten suavizar, se echa de menos que alguien en algún momento recurra a ellos y rebaje la profundidad. Se hace necesario para que resuene más cercano, más humano, es imposible sufrir tanto, parece que ningún personaje puede tomar un respiro, y el espectador tampoco.
Patrice Cheréau eligió esta pieza interesado por el asunto de la represión y la culpabilidad del deseo. El director destacará, en sus declaraciones al diario Le Monde, tanto la idea de Phèdre de que su intenso e insatisfecho deseo es un crimen, como la vivencia del deseo como una vergüenza por parte de su hijastro Hippolyte. “Como todas las tragedias clásicas, esta historia este es un pozo de dolor sin fondo(...) entran ganas de decir a Phèdre que no, que el deseo no es una fatalidad, y que se puede salir de ese círculo infernal.” Ésta es la concepción del personaje que el director quería hacer llegar al público.
La intención de Racine, en cambio, comulgando con el pensamiento jansenista, que desprecia y envilece el cuerpo y la materia y ve corrompida a la naturaleza que abandonada a sí misma no puede producir ningún bien, era otra: que el espectador sintiese piedad por este ejemplo desastroso de ser humano y suscitar compasión por sus infortunios. Pero en la actualidad, el espectador se ve motivado a sentir que el personaje encarnado por Dominique no es una criminal y que su pasión no es un infortunio: es una mujer que sufre una pasión como todos vivimos nuestras pasiones; aquí tan sólo hay un amor imposible, y una triste joven de rímel derramado por el llanto tiene que contarnos su historia.
Phèdre es, como el resto de los protagonistas de la obra, es una esclava de la pasión monstruosa y destructiva. La hija de Minos contempla con horror sus sentimientos por Hippolyte, pero no puede hacer nada. Condenada de antemano, Phèdre sacrificará hasta su vida por este arrebato que nada ni nadie podrá calmar. Elina Wechsler, respecto a esto, subraya que “este arrebato pasional femenino, que es cambiante en las formas por las modalidades de los tiempos, sigue apareciendo como la tragedia femenina por antonomasia. Como si el destino-mujer se expresara aquí de manera radical”.
¿Qué le lleva a Phèdre a soltarse el cabello nada más entrar en escena? ...La fatalidad de esta tragedia se desencadena por este instinto animal que refleja la melena suelta y salvaje de la actriz principal, un instinto que no se puede retener ni borrar... la fatalidad se pronuncia porque el desequilibrio mental de la protagonista no deja de ser, a pesar del tiempo transcurrido, cercano a nuestros días, es comprensible, es propio de la naturaleza humana, y por ello todos nos contagiamos de su malestar. Juntos saboreamos en el espectáculo su triste sensualidad, que aparece vacía, tan desoladoramente gris y vacía como el escenario elegido por Cherèau, del que todos formamos parte.

FUENTES PRIMARIAS:
-Racine, Jean Baptiste.Phèdre. París: Bookking International, 1993.
--- Fedra. 1677. Ediciones elaleph.com, 1999.
FUENTES SECUNDARIAS:
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-Bentley, E. La vida del drama. Barcelona: Paidos, 1982.
-Bobes, Mªdel Carmen. Semiología de la obra dramática. Madrid: Taurus, 1987.
-Corvin. Michel. “Contribución al análisis del espacio escénico en el teatro
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-Estrella Digital/EFE.”Patrice Cheréau desvela los secretos de Fedra de Racine en
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-Kowzan Tadeusz. Literatura y espectáculo. Madrid:Arco/Libros, 1992.
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--- El teatro y su recepción. Semiología, cruce de culturas y
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-Spang, Kurt. Teoría del Drama. Lectura y análisis de la obra teatral. Eunsa.
-Wechsler, Elina.“El Edipo femenino. Phèdre o la certeza de la pasión” en Serie
Orbe Freudiano. Revista al tema del hombre 19/02/08. nº XI.
relacion@chasque.apc.org

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